Mi historia de aborto… y cómo encontré la curación

Así es como me crié en la clásica vida costera del sur. Pasé la mayor parte de mi juventud entre las dunas, la hierba de los pantanos y los paseos marítimos del sureste de Carolina del Norte. Es un lugar donde los viejos centros históricos se transforman en atemporales escapadas a las playas del sur, donde los secretos familiares permanecen enterrados y el dinero antiguo es sagrado.

Mis padres se divorciaron cuando yo era un bebé. Ambos eran profesionales de gran capacidad, que pasaban sus días en altos cargos de poder y prestigio. Mi madre encontró inicialmente su identidad en su educación sureña de clase alta, luego en su educación y más tarde en mi padre. En el fondo, su deseo era simplemente ser esposa y madre. La elección de un pretendiente le privó de ese privilegio. El deseo insaciable de mi padre de tener mujeres más jóvenes y controlables acabó por robarle ese sueño. El día de su cumpleaños, cuando yo sólo tenía cinco meses, se marchó sin avisar. Su incapacidad para llorar esa pérdida acabó por robarle algo más que un sueño o un ideal fracasado.

Cuando era una joven adolescente, siempre tenía un novio y un apoyo. Me gustaban los hombres mayores y a menudo me decían que era el alma de la fiesta. Mentí sobre dónde iba y quién iba conmigo. Hay meses e incluso años que no recuerdo, sólo pequeños destellos aquí y allá. Los días de interminables descargas de adrenalina, hombres, fiestas y profundos secretos familiares se han empañado ya. Perseguí todos los deseos. Pensaba que ese tipo de libertad podría llenarme. Recuerdo haber rezado a un Dios que no conocía, rogándole que me hiciera bueno. Uno de mis primeros recuerdos era ser hiperconsciente de que era malo para la gente. Realmente creía que había nacido mala. Independientemente de lo que hubiera nacido para ser, luché mucho para que me aprobara alguien que no estuviera tan enfermo como yo.

Del puñado de recuerdos que conservo, mis historias sobre el aborto permanecen vívidas.

La vergüenza es una droga adictiva que te persigue. Siempre hay alguien o algo a la vuelta de la esquina que te ofrece la oportunidad de retomarlo.

Conocí a un chico en mi primer año de instituto. Nuestra conexión era magnética. Su aprobación nos deshizo a los dos, y conocí mi poder. Me quedé embarazada y el miedo me estranguló. Mi imaginación me paralizaba. Lo único que se me ocurrió hacer fue dejarlo todo atrás con varios cientos de dólares. Llamé a la clínica, reservé mi cita y no se lo dije a nadie.

Sólo mis secretos tenían fuerza aquel día.

Me metieron en la clínica, haciendo cola con las demás mujeres que iban a ser liberadas ese día. Sabía quién era; la sala de las sillas musicales desembocaba en una sala de espera más pequeña con tres salas de examen a cada lado. Algunas mujeres cambiaron de opinión y se marcharon. En un momento dado, las náuseas se apoderaron de mí. Vacilé entre sentir un deseo primario de huir y sentirme completamente entumecida y congelada. La enfermera me llamó por mi nombre. Seguí las instrucciones y me puse la bata del hospital. Me tumbé en la mesa y esperé en silencio. Pronto, un hombre despreocupado vestido con una bata blanca de laboratorio entró sin discutir. Trabajó mucho y muy duro. Dio instrucciones que exigían mi cooperación. Oí el tintineo de instrumentos, comunicación codificada, y luego nada… sólo silencio. Cuando se completó el aborto, me sentí totalmente entumecida, emocionalmente vacía.

Me vestí y la enfermera me acompañó hasta la puerta trasera abierta que daba al aparcamiento. No había manifestantes ni nadie interesado en los que salíamos de la clínica ese día. Estaba totalmente sola en mi dolor. Conduje directamente a la escuela desde la clínica llevando una vergüenza como una chaqueta de plomo ajustada bajo mi minifalda de pana, mis medias y mi jersey. Estaba sentada en clase menos de una hora después de mi aborto. Nunca se lo dije a nadie, ni a mi novio, ni a mi familia, ni a mis amigos.

Todo el dolor de mis adicciones no se comparaba con haber elegido borrar a mi hijo aquel día en aquella mesa secreta.

Aquella noche asistí a un estudio bíblico que dirigía la madre de mi novio. Observé cómo recitaba doctrina sin esfuerzo a varios cientos de mujeres. Para mí, la doctrina parecía una forma de mantener el dominio moral en lugar de mantener el Espíritu del único Dios vivo y verdadero. No tenía ni idea de lo que había hecho aquel día. Mientras ella estaba sentada rezando y preparando su conferencia, yo decidí borrar parte de su legado aquel día. Me casé con mi novio ese mismo otoño, sin contarle nunca la decisión de ir a la clínica.

Tras 20 años de matrimonio, nuestro noveno traslado militar nos llevó a la soleada costa de Florida. En la primavera de 2016, me quedé embarazada por última vez. Mi marido estaba encantado. Siempre quiso tener más hijos. No hubo latido en mi segunda visita prenatal; fue una muerte fetal. Tras varios abortos, la pena me deshizo. Supliqué morir en aquella mesa familiar.

Ciertas estaciones de la vida ofrecen cambios repentinos de identidad. Estaba calada hasta los huesos por décadas de dolor, pesada por la vergüenza que me habían proporcionado mis secretos. En ese momento, hice lo que hace cualquier persona al final de sí misma: me confesé a mi marido. Perdonar es renunciar a la esperanza de que el pasado pueda ser diferente.

La tierna gracia que me dispensó aquel día fue extraordinaria.

Mi marido se disculpó por no haber sido el hombre de entonces al que yo sentía que podía habérselo dicho. Sólo éramos adolescentes, fue mi única respuesta.

Lo que recuerdo de la rebelión es que muchos de nosotros nunca tuvimos un espacio seguro en nuestras circunstancias difíciles, ningún lugar abierto para procesar nuestro dolor o nuestras inseguridades. Vamos buscando libertad en nuestra sexualidad, sustancias y actos sociales. Por aquel entonces, me importaba muy poco mi cuerpo, y definitivamente no comprendía lo que valía.

Me dijeron que la libertad se encontraba en el conocimiento del bien y del mal, en probar ambos. La rebelión comienza cuando deseamos cosas prohibidas. Seamos todos indulgentes con Eva, si ella no hubiera comido del fruto, ¡seguro que yo lo habría hecho y de paso te habría dado un mordisco! La culminación de todo deseo no es el matrimonio, la maternidad o cualquier reino personal que nos inventemos. El Espíritu del Señor susurra en nuestros lugares vacíos. Somos amados. Aunque nuestros caminos sean imperfectos, están revestidos de Su gracia concedida gratuitamente. La gracia que nos lleva al verdadero arrepentimiento, a la redención, ¡a la libertad definitiva! La elección es siempre nuestra.

Si necesitas hablar con alguien hoy, no esperes. Un equipo de mujeres solidarias y cariñosas está aquí para ti. Rompe el silencio. Inicia el camino de la curación.

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